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Historia de una circuncisión

Día 1

Me despierto por sexta vez por culpa de una erección. Harto de tanto dolor, y percatándome de que ya es por la mañana, decido levantarme. La sensación es incómoda, y me cuesta mucho andar. Sentarme y agacharme es imposible. Tengo ganas de orinar, es la primera vez que voy a quitarme la gasa externa desde la operación del día anterior. Al ir a quitármela, observo con desagrado como buena parte de ella se ha pegado en el glande, y especialmente en el frenillo. Así es materialmente imposible quitármela sin dolor, así que voy echándome agua sobre el glande para reblandecerla. El primer contacto del agua fría con la superficie del glande es muy desagradable, aunque me acostumbraré a los pocos días. Finalmente consigo despegar la gasa y orinar. Orino sentado, por supuesto, pues soy incapaz de tocar cualquier parte del pene, que lo siento ardiente. 

Por la tarde llega el momento de quitar la venda-turbante que rodea el glande. Es el momento de conocer cómo ha quedado tras la operación. Comienzo a desenrollar, y poco a poco el color blanco de la venda se vuelve escarlata en determinadas zonas. Las vueltas se me hacen eternas, y a falta de dos para descubrirlo completamente comienza el suplicio. Las hemorragias post-operatorias han creado costras que mantienen firmemente adherida la venda al pene, especialmente en la zona de los puntos. Cada vez que avanzo un poco la venda se resiste amarrada a estas adherencias, lo que me causa un enorme y punzante dolor, además de la dentera propia de saber que debajo están los puntos todavía recientes, al lado de un glande hipersensible que no puedo ni rozar. Voy echando agua en pequeñas gotas, y ciertamente funciona, al cabo de unos segundos la venda se va despegando hasta que logro quitarla completamente.

El espectáculo es desolador. A lo largo de toda la circunferencia del prepucio recién cortado se encuentran los puntos, delimitando entre ellos unas zonas que adoptan una forma cuadrada y en relieve, como baldosas colocadas una detrás de otra. Además, tengo un enorme edema violáceo en la parte izquierda, que ocupa casi la mitad de la circunferencia, y lo peor de todo, que presiona hacia arriba en la parte inferior del glande. Incluso dos o tres baldosas de esa zona se encabalgan sobre el glande, causando un gran dolor. Sinceramente no sé cómo lavar esto, así que simplemente lo mojo con unas pocas gotas de agua, porque cada leve contacto me hace ver las estrellas.

Pero... hay que volver a vendarlo, y ahora no tengo anestesia. Es el momento más duro del día, pero que el desenrollamiento. Lo intento varias veces, pero no hago la suficiente presión como para mantenerla fija y acaba cayéndose. Al final, tras 45 min de intentos, consigo finalizar un turbante que fijo con esparadrapo. Como me indicó el médico, coloco el pene en posición vertical y sitúo sobre él la gasa externa. El glande está muy sensible, y en el momento en que fijo la gasa sobre él siento un fuerte escozor.

Tomo otro Nolotil antes de dormir. La noche vuelve a ser dura, aunque los analgésicos atenúan un poco el dolor. Sin embargo, a la tercera erección me rindo y tomo una decisión salomónica en medio de la confusión nocturna: me bajo el pantalón del pijama, me subo la camiseta y me tumbo en el frío suelo. Tras tantas horas de insomnio, me sorprende lo rápido que consigo dormirme, y la decisión resulta ser acertada pues no me despierto hasta la mañana siguiente.

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